jueves, 22 de abril de 2010

No es que a aquella casa le faltara nada

Son las 12 y media de la noche de un miércoles. Estoy agotada, y en cuanto pongo la cabeza en la almohada me duermo. De repente un lloro me despierta. Es la 1:15, y dando tumbos me dirijo a la habitación de Diego. Aunque ya tiene 10 meses, todavía hay noches que se despierta llorando. Y en semanas como ésta, que está malo, las noches pueden ser eternas. Me duele la espalda y tengo tanto sueño que me dormiría de pie. Hay suerte, le pongo el chupete y vuelve a dormirse. Vuelvo a la cama dando traspiés y me duermo en milisegundos.

Vuelve a llorar, ¿qué hora es?. Las 4:00. Vuelvo a la habitación, ya la sexta o séptima vez esta noche. Diego se ha desvelado por la tos (¿tendrá además fiebre?). Como no se duerme, le subo a su carrito y lo acuno. Me duele la espalda y tengo tanto sueño que me dormiría de pie. Cojo un libro que leo con una mano mientras que con la otra lo acuno, aprovechando la tenue luz del pasillo para no desvelarle.

A las 5:00 Diego se ha dormido, pero yo estoy desvelada y empiezo a dar vueltas en la cama. A las 6:30 sonará el despertador tengo que dormirme ya. Finalmente he debido hacerlo , porque el llanto vuelve a sobresaltarme a las 6:00 (¡¡¡no!!!, ¡sólo me quedaba media hora de sueño!). Ya no hay vuelta atrás, Diego se niega a volver a dormirse, así que todos en pie para empezar el día. Ducha rápida, desayuno rápido entre canciones infantiles, juegos de cosquillas y cualquier tontería que consiga distraerlo para poder vestirlo, alimentarlo y darle las medicinas. Me duele la espalda y tengo tanto sueño que me dormiría de pie.

A las 8:00 consigo salir de casa con Diego. Creo que no he olvidado nada de sus cosas ni de las mías. Corro por las calles con el carrito hasta la guardería, y en cuanto lo dejo salgo corriendo hasta el trabajo. Como todos los días, llego tarde. Jornada densa, intento hacer en mis 7 horas de jornada reducida lo que antes hacía en 8. Nadie me lo pide ni espera que lo haga, pero no puedo evitar intentar tenerlo todo controlado.

Las 16:00. Salgo corriendo (me he entretenido más de la cuenta), ya llego tarde a la guardería. Recojo a Diego y vamos al centro de salud. Yo, que odio ir al médico, ahora es rara la semana que no vaya un par de veces. Antes, mi cultura en medicinas se quedaba en Frenadol para los catarros y Gelocatil para algún dolor de cabeza ocasional. Ahora conozco varios tipos de antitérmicos, gotas para la otitis, conjuntivitis, qué hacer en caso de gastroenteritis, qué jarabes son mejores para la tos, y cómo limpiar la nariz de mocos de forma efectiva. Manejo términos tales como febrícula como si nada. ¿Cómo ha podido cambiar tanto mi vida?. Me duele la espalda y tengo tanto sueño que me dormiría de pie.

Salimos del médico una eternidad más tarde (la saturación de la Seguridad Social). De camino a casa, parada en la farmacia de rigor para obtener los nuevos fármacos. Me sé de memoria la tarde que me espera, con llantos, dolor de cabeza, intentos de razonar (¿cómo razonas con un bebé de 10 meses?) y juegos absurdos. Diego no quiere jugar solo, su juego favorito consiste en que yo monte torres con sus piezas de construcción y él las tire sin miramientos. Entre medias están las lavadoras, organizar la casa, hacer la cena, la comida de mañana, la compra... ¿Cómo ha podido cambiar tanto mi vida?. Me duele la espalda y tengo tanto sueño que me dormiría de pie.

Una vez en casa, intento echarle a Diego las gotas en los ojos. No hay forma, se resiste, luchamos hasta por ponerle los zapatos. Empiezo a pensar que si pudiera no estaría aquí ahora. Estaría sola, leyendo un buen libro. O me iría al centro sin tener que empujar un carrito por las escaleras del metro ni llevar encima pañales y toallitas ni biberones por si acaso. O mejor aún, no haría nada, me tumbaría en la cama y ni siquiera pensaría, me limitaría a mirar el techo. O me iría al cine yo sola. No es que lo hiciera antes, pero sabía que si quería podía hacerlo, y ahora... Dormir, eso es lo que haría, sin lugar a dudas. Me pasaría toda la tarde durmiendo. Y cuando llegara Paco a casa podríamos irnos los dos solos a cenar por ahí, a cualquier sitio...

De repente Diego suelta una carcajada. Me mira, buscando complicidad, y como nunca falla, a mí también me da la risa. Su cara me parece perfecta, su piel tan blanca, sus ojos tan grandes y brillantes. Nadie me hace reír como él, con esa risa tan contagiosa y tan tonta que sólo tienes de niño, cuando no te ríes por nada en concreto pero no puedes parar. Seguimos riendo un buen rato, casi hasta las lágrimas. Mi cuerpo se relaja. Ya no me duele la espalda. Y realmente no tengo tanto sueño, no era para tanto. Por cierto, ¿qué estaba yo pensando? No me acuerdo, alguna tontería.

- Diego - le propongo- ¿Vamos a jugar? Yo monto una torre con tus piezas y tú la tiras, ¿te apetece? - no entiende lo que digo, pero mi tono de voz le basta para dar palmas y gritos de alegría. Le cojo en brazos y vamos juntos hacia los juguetes. Yo oliendo su pelo, él con su mano regordeta sujetándome el cuello. En este justo momento no se me ocurre ningún plan que pudiera ser mejor.

3 comentarios:

kermit dijo...

Creo que yo no lo expresaría mejor ... gracias

Anónimo dijo...

Que grande eres "pequeña"...

Nepthysia dijo...

Aunque es un post de hace mucho tiempo y lo he leído un montón de veces, me encanta.
Con el primer hijo esa es la sensación, supongo que el segundo todo se multiplica... y el mejor lugar del mundo seguirá siendo esa torre que ahora la tiraran cuatro manitas en lugar de dos.