viernes, 22 de agosto de 2008
De ordenadores y otros demonios
19:59 |
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El blanco no pinta
En mi casa nunca hubo grandes lujos pero nunca faltó algún aparato novedoso traído por mi padre, debido a su entusiasmo por todo tipo de máquinas (mi madre sólo ponía como condición a las nuevas adquisiciones que no ocupasen mucho). Con 5 o 6 años yo tenía varias maquinitas de esas pequeñas tan de moda en los años 80 (recuerdo con especial cariño una de pollitos que había que poner a salvo sin que unas águilas malísimas les atacasen). También tenía un comecocos electrónico enorme, y hasta mi juego de los barcos era por computador.
Con unos 8 años, mi padre compró una especie de consola prehistórica (digo prehistórica comparándola ahora con la Wii y sus compañeras). Se conectaba a la tele y sus grandes gráficos consistían en palitos y círculos que se movían. Pero los programadores habían sabido sacarle partido a los palos y los círculos y con la consola venían unos 12 juegos (eso sí tenía mérito).
El gran salto llegó cuando cumplí los 12 años y me regalaron mi Spectrum 128K. Era increíble, algunos de mis amigos (muy pocos), tenían uno de estos aparatos pero tenían el de 16K. Mi padre me conseguía un montón de juegos extraños en cintas de cassete, y me pasé infinitas tardes de verano jugando con ellos. Bueno, realmente el tiempo se iba en cargar los juegos más que en el propio juego en si. Recuerdo perfectamente el ruido tan característico que hacía al cargar y los colores que se iban alternando en la pantalla (seguro que ahora los prohibirían por considerar que producen ataques epilépticos o cosas por el estilo). Los juegos buenos de verdad podían tardar 30 minutos en cargar. Y lo peor de todo es que en el minuto 29 y 30 segundos se podía producir un error en pantalla ("RLoading error") y todo se iba al garete, había que volver a empezar. Pero se empezaba y punto (juventud, divino tesoro).
Pero lo que cambió realmente mi vida fue el día en que mi padre llegó con un ordenador 386 a casa. Yo tenía 16, y me pareció la máquina más impresionante que pudiera tener ningún ser humano (a los 16 años se tiene una visión muy reducida y mucho entusiasmo). Las primeras veces que toqué su teclado me temblaban las manos de emoción.
Mis padres me apuntaron a clases de informática en la Casa de la Cultura de Getafe y allí aprendí lo básico en cuanto a ofimática y luego hice cursos de análisis y programación. Fue entonces cuando decidí que lo que yo quería estudiar era ingeniería informática, sin saber todavía que acabaría estudiando en la Complutense, y que conocería allí al pequeño Paco, y que los dos tendríamos esta historia, y este trabajo, y estos amigos, y esta vida.
Mi 386 (que Dios tenga en su gloria) me acompañó los 5 años de carrera. Pasé innumerables noches en vela en su compañía pegándome con las prácticas de la universidad. Los dos últimos años fueron una lenta agonía de quiero y no puedo. La mayor parte de las prácticas ya no podía hacerlas con él, se me había quedado "pequeño", como tantas veces la ropa en la infancia. Y como todo llega a su final, mi padre un día trajo a casa un Pentium y le dimos al 386 un descanso merecido y justo. La práctica de fin de carrera la hice con el nuevo Pentium que parecía un rayo y con el que todo era mucho más fácil. Pero no era igual, y aunque después han llegado muchos otros ordenadores, ya nada ha sido lo mismo.
Hace unos meses el pequeño Paco y yo decidimos comprar un iMac. Ha tardado un mes en llegar, pero ya está en casa y es una pasada, no ocupa nada y su pantalla te deja hipnotizado con solo mirarla. Y aunque estoy muy contenta, tengo sentimientos encontrados. Por un lado, por mucho
que maldiga Windows a diario, siento que estoy traicionando a mi 386.
Por otro, cuando me acerco al nuevo teclado de mi iMac y miro mi nueva pantalla, me vuelven a temblar las manos de emoción como hacía ya mucho que no me ocurría.
Con unos 8 años, mi padre compró una especie de consola prehistórica (digo prehistórica comparándola ahora con la Wii y sus compañeras). Se conectaba a la tele y sus grandes gráficos consistían en palitos y círculos que se movían. Pero los programadores habían sabido sacarle partido a los palos y los círculos y con la consola venían unos 12 juegos (eso sí tenía mérito).
El gran salto llegó cuando cumplí los 12 años y me regalaron mi Spectrum 128K. Era increíble, algunos de mis amigos (muy pocos), tenían uno de estos aparatos pero tenían el de 16K. Mi padre me conseguía un montón de juegos extraños en cintas de cassete, y me pasé infinitas tardes de verano jugando con ellos. Bueno, realmente el tiempo se iba en cargar los juegos más que en el propio juego en si. Recuerdo perfectamente el ruido tan característico que hacía al cargar y los colores que se iban alternando en la pantalla (seguro que ahora los prohibirían por considerar que producen ataques epilépticos o cosas por el estilo). Los juegos buenos de verdad podían tardar 30 minutos en cargar. Y lo peor de todo es que en el minuto 29 y 30 segundos se podía producir un error en pantalla ("RLoading error") y todo se iba al garete, había que volver a empezar. Pero se empezaba y punto (juventud, divino tesoro).
Pero lo que cambió realmente mi vida fue el día en que mi padre llegó con un ordenador 386 a casa. Yo tenía 16, y me pareció la máquina más impresionante que pudiera tener ningún ser humano (a los 16 años se tiene una visión muy reducida y mucho entusiasmo). Las primeras veces que toqué su teclado me temblaban las manos de emoción.
Mis padres me apuntaron a clases de informática en la Casa de la Cultura de Getafe y allí aprendí lo básico en cuanto a ofimática y luego hice cursos de análisis y programación. Fue entonces cuando decidí que lo que yo quería estudiar era ingeniería informática, sin saber todavía que acabaría estudiando en la Complutense, y que conocería allí al pequeño Paco, y que los dos tendríamos esta historia, y este trabajo, y estos amigos, y esta vida.
Mi 386 (que Dios tenga en su gloria) me acompañó los 5 años de carrera. Pasé innumerables noches en vela en su compañía pegándome con las prácticas de la universidad. Los dos últimos años fueron una lenta agonía de quiero y no puedo. La mayor parte de las prácticas ya no podía hacerlas con él, se me había quedado "pequeño", como tantas veces la ropa en la infancia. Y como todo llega a su final, mi padre un día trajo a casa un Pentium y le dimos al 386 un descanso merecido y justo. La práctica de fin de carrera la hice con el nuevo Pentium que parecía un rayo y con el que todo era mucho más fácil. Pero no era igual, y aunque después han llegado muchos otros ordenadores, ya nada ha sido lo mismo.
Hace unos meses el pequeño Paco y yo decidimos comprar un iMac. Ha tardado un mes en llegar, pero ya está en casa y es una pasada, no ocupa nada y su pantalla te deja hipnotizado con solo mirarla. Y aunque estoy muy contenta, tengo sentimientos encontrados. Por un lado, por mucho
que maldiga Windows a diario, siento que estoy traicionando a mi 386.
Por otro, cuando me acerco al nuevo teclado de mi iMac y miro mi nueva pantalla, me vuelven a temblar las manos de emoción como hacía ya mucho que no me ocurría.
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